Relaciones de viajeros

RELACIONES DE VIAJEROS 375 que los templos católicos, y especialmente los de España, tienen la vana y fútil manía de adornarse. Ante el altar mayor relucían hojas de plata repujada; pero lo que atrajo especialmente mis miradas, fueron los confesionarios. Muy diferentes de los que se exigen en Europa para su decoro, y que aislan a los devotos por medio de denso tabique, estos tribunales de la penitencia no se componen, en Paita, sino de butacas amplias y completamente descubiertas, de manera que, oprimido por la que se confiesa, puede tranquilamente exultar sus sentidos, inflamarlos, sin que ella pueda ocultar sus rasgos, aun cuando tratase de hacerlo, a las miradas de los curas lúbricos, que componen la mayor parte (y, sin el respeto humano, yo diría la totalidad) del clero español americano. El fervor de las mujeres por las ceremonias de la iglesia, es muy pronunciado, y la costumbre de rezar sobre esteras extendidas sobre la pieda fría del atrio, parece prometer una compunción más profunda, una medita– ción religiosa más sentida; pero, fanatizadas desde su infancia, es– tas minuciosas prácticas han resultado, para las mujeres, una mo– jiganga, un papel que se desempeña durante algunas horas, y al que se olvida en cuanto se franquea el umbral del tabernáculo. La cos– tumbre de colocar en las iglesias las sepulturas de la gente que puede pagar su sitio en estos santos lugares, es algo muy estimulado por el clero. Los despojos de los que no se puede sacar ningún di– nero, son enterrados, sin ceremonia, a algunos pasos de la aldea. Paita es el único lugar en el que he oído con placer el zumbido de las campanas que llaman a los fieles a la oración, ruido ensordecedor en todas partes, pero que, en Paita, era notable por su cadencia regular y por una armonía de timbres muy diversos, dirigidos con mucha costumbre, y hasta diría, con gusto. Cinco sacerdotes y un cura atienden en estas dos iglesias, teniendo por auxiliares a algunos capuchinos. El cura era un hombre completamente joven, con rostro de querubín, lo que es raro en la constitución española, no teniendo apariencia religiosa sino por la tonsura. Por lo demás, tenía la repu– tación de un completo galante. En fin, las costumbres de los natu– rales, en lo que toca a sus ideas religiosas, y así debiese inscribir la Santa Hermandad mi nombre en letras rojas -no son sino formas exteriores de culto, que me han parecido el asunto más grave de un criollo español; pero, a despecho de este aparente fervor, a pesar de esta multiplicidad de oraciones, nada es allí tan raro como la verdadera devoción. Las iglesias son, para estos pueblos, un teatro al que uno va para distraerse algunas horas, para exhibirse y ador– narse con una máscara de hipocresía. Es un paseo, en el que las mu– chachas siguen cursos regulares de galantería; es un lugar en el que

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