Relaciones de viajeros
390 ESTUARDO NU~'EZ últimas con pequeños hatillos de cañas que uno va a recoger en las orillas de la Chira y del Río de Colán. Pese a que la verdolaga es allí abundante, no se hace de ella, que yo sepa, consumo alguno. Pero, sin embargo, es un elemento útil para refresco en las regio– nes calurosas, preciosas sobre todo para las tripulaciones que lle– gan del mar. En este miserable país, no hay ni siquiera madera para hacer cocer los alimentos que uno tiene que ir a buscar a seis leguas de Paita, vendiéndose a cincuenta centavos la carga de un asno, de manera que uno se pregunta quién puede proveer a las necesidades de esta población, obligada a pagar muy caro los objetos más indis– pensables para las necesidades de la vida. Sólo los pescadores sa– can algún provecho de las salazones de pescados que despachan por los vapores caleteros; y los pastores de los alrededores de Piu– ra confeccionan también para la exportación un queso blanco, dis– puesto en placa redondeada, el que no tiene sino una calidad me– diocre. Los únicos artículos que se puede buscar en Paita, son los sombréros de paja blanca fabricados en Guayaquil con una gran firmeza, y notables por su finura, aunque al mismo tiempo de muy poca gracia por su forma. He dicho ya que los oficiales de la corbeta "La Coquille", cuan– do bajan a tierra para descansar de los trabajos de a bordo, y del servicio del observatorio, se dirigían donde el Sr. Otoya, capitán de puerto, cuya casa era un verdadero garito para la gente del país. Sus dos hijas, Panchita y Jesús, hacían los honores de la casa, y re– cibían con una sangre fría imperturbable las mil y una declaracio– nes que les lanzaban los ingleses, anglo-americanos y franceses, unas cien veces al día. Su conversación estaba a tono con el país, es decir, era tan libre como posible, pero los suspiros y los home– najes no llegaban al corazón sino cuando los regalos les habían fa– cilitado el camino. Para ellas, el sentimiento era puro engaño. Su prima, cuyo padre, antiguo oficial, había sido muerto en la guerra de la revolución, traficaba públicamente con sus encantos, y a pe– sar de esto seguía siendo la mejor amiga de estas dos señoritas, que pasaban por muy hábiles en el rasgueo de la vihuela y a tocar de la campanita del Eros. Muy a menudo cantaban ellas las famosas cantatas republicanas del Perú, de Colombia y de Guayaquil. Gra– cias a sus complacencia por uno de nuestros oficiales, voy a rego– cijar con ellas al lector:
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