Relaciones de viajeros
394 ESTUARDO NU?llEZ sa, contribuyen no poco a hacer crónicas las afecciones catarrales. La clase pobre es devorada por la gusanera, y yo no he podido fami– liarizar mis ojos, viendo horas enteras cómo las mujeres buscan en la cabellera de sus maridos los piojos que pululan en ella, y cómo los matan con una gracia y destreza, que sólo pertenecen a los españoles. No hay ningún médico establecido en Paita, pese a que la po– blación es aniquilada frecuentemente por las enfermedades. Es por ello que me hicieron numerosas consultas de los pueblos vecinos y aun de Piura. Un capucino era el único que ejercía en la región un empirismo primario. El trató de verme para ofrecerme una re– ceta preciosa, la cual, según sus propias palabras, había descubier– to él para la felicidad del género humano. Este remedio era infali– ble para curar el dolor de dientes, los callos de los pies, la disente– ría; en una palabra, todas las enfermedades humanas. El había ob– tenido de un capuchino de la misma orden que el inventor, un ex– tenso artículo apologético en la Gazeta de Lima. Esta panacea se daba por la módica suma de 20 piastras (100 francos), en un pe· queño frasco; pero el buen padre, que no encontraba una buena sa– lida, sin duda, reqajó sus pretensiones hasta 2 piastras, aunque eso hubiese sido pagar por una droga más peligrosa diez veces más de lo que valía, compuesta de styrax y de extracto de opio. Señor físico, me decía ese capuchino, mi descubrimiento es el fruto de una ins– piración divina y de la práctica. Yo no lo he buscado en absoluto en los libros, pues no leo nada, cosa que yo advertí por su igno– rancia y que el epíteto de bruto que se añadía a su nombre, hasta en Paita, lo confirmaba ampliamente. La viruela de la gente de la región hace estragos tanto más grandes entre los niños, cuanto que los naturales sienten gran re– pugnancia por la vacuna: ese preservativo no es empleado sino en las grandes ciudades, y sólo por los descendientes de europeos; pe– ro en Paita, donde se ignora la vacuna, no es raro encontrar niños que han perdido la vista como consecuencia de la viruela, u otras personas cuyos rasgos son horrorosos por las marcas que esta espan– tosa enfermedad ha dejado en ellas. Una fecundidad poco común repara las pérdidas diarias de la población, habiéndose citado a es– te respecto varias madres que tienen, cada una, no menos de veinte hijos. Los cuidados que se dan las familias para educarlos, no son ni numerosos ni múltiples. Los dejan correr completamente desnu– dos, revolcarse en las arenas, juntándose a esta indolencia general por su bienestar material, una completa indiferencia por sus enfer– medades. Si su vida está amenazada por una grave afección, se les
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