Relaciones de viajeros

400 ESTUARDO NU&EZ tamente ausentes, con excepción de uno solo, que es la alondra. Pe– ro en cambio, los palpímedos y las zancudas encuentran en las cos– tas, donde pululan los gusanillos gelatinosos, un abunda_nte ali– mento, por lo que son numerosas sus especies. Los buitres Aura y Urubu, rapaces repugnantes que parecen reinar en toda América, como no encuentran bastantes inmundicias y carroñas en las calles de Paita, se echan sobre los desperdicios que arrojan las olas en las playas arenosas, y allí, escarbando los montones de fucus despren– didos de las rocas, encuentran los pulpos, que son su delicia. Dado que, como en Lima, ellos gozan del privilegio de no ser molestados nunca, se sitúan en los techos de las casas, y apenas si se mueven en las calles para dejar pasar a los habitantes. Sobre todo el Urubu, a pesar de sus groseras inclinaciones, se complace en reunirse con los pájaros de su especie. Se les ve en bandadas familiares y confia– das, imitando con su aspecto, sus colores y su tamaño, esas tropas de pavos que se arrean en ciertas épocas en dirección de nuestras ciudades. · Cierta vez, una especie de águila, de una envergadura poderosa y potente por su enérgico vuelo, se lanzó desde una peña-que ella dominaba. Sus salvajes gritos, el ruido que producían sus alas al golpear el aire, son pruebas de su fuerza y de la crueldad de sus instintos. Tengo por seguro que se trata de la gran arpía de Amé– rica de nuestros libros de historia natural. La rada está cubierta de cormoranes completamente negros, de la misma especie que los de Chile y de Lima, y a los que se en– cuentra, asimismo, en toda la co~ta occidental de América. Ya se conoce cuán grande es su estupidez o más bien su confianza en los hombres, a juzgar por lo que dicen todos los viajeros; pues en las expediciones destinadas a acrecentar el dominio de la filosofía, los encargados de esta honorable misión, haciendo un sacrificio a los prejuicios de nuestro orden social, han llamado estupidez a lo que sería más justo, quizás, designar con el nombre de confianza o buen natural. El alcatraz o el pelícano, el tipo de este maravilloso fénix de los antiguos, cuya organización había llamado la imaginación de los pueblos del norte, que le crearon una ingeniosa fábula, para nuestros pueblos meridionales no vienen a ser sino una ancha bolsa destinada a tragarse a los pescados a los que el ave hace pasar pos– teriormente a su estómago. Es el pelícano al que los marineros lla– man sencillamente gran tragadero y que, por docenas de individuos retoza sobre las apacibles olas del Oceano Pacífico, a diez o vein– te leguas de las costas, a las que regresan por la tarde.

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