Relaciones de viajeros

420 ESTUARDO NU:&EZ anchas y bien pavimentadas calles recibían un aire de alegría de los frescos pintados en las paredes, y los arroyos murmurantes pa– saban a lo largo de las veredas, o serpenteaban por el centro de la avenida principal de la ciudad. Las casas de la gente estaban provistas de grandes patios a la entrada, separadas de la calle por portones; el interior y exterior de las casas era deslumbrante en alto grado, con espejos y ornamen– tos dorados y el más suntuoso mobiliario. Las iglesias, de una opu– lencia enriquecida con los despojos de dos siglos, pregonaban la riqueza de la ciudad y el poder de los sacerdotes. Todavía recuerdo con placer la ceremoniosa cortesía y digna conducta de la gente es– pañola de Lima, jamás se cruzaba alguien con nosotros en la calle sin hacer un saludo; hasta los sacerdotes, quienes desde un punto de vista político o religioso podían no disimular su aversión a nues– tra presencia, raramente faltaban a la observancia de la misma fina atención. La Plaza estaba animada con la alegre mercadería de Es– paña y Oriente, arreglada en curiosos y sombreados puestos, llama– dos covachas o cajones de la ribera: en el medio de la Plaza, como jugando incesantemente, manaba agua de una espléndida fuente y, no lejos de ahí, pasaba el río Rímac camino al océano, murmurando sobre su pedregoso lecho y cruzando uno de los más bellos valles bajo el sol. Todas las clases sociales parecían impregnadas de paz y sosiego, tranquilidad y satisfacción, pero esa era la calma que precede al estallido de la tormenta. El invariable clima del Perú había dado paso a la impetuosa furia de un tornado, desolando toda la faz de la naturaleza en su indómita carrera; las lindas ciudades y bellos campos del valle del Rímac no habían presentado tal estado ruinoso hasta la llegada de la Revolución. Ocupada alternativamente por realistas y patriotas, todo lo que escapaba de las manos de uno pasaba a las manos del otro. Los moradores que no habían huído por temor, eran sacados por la violencia de sus casas y consignados en prisión. Sus caballos, ganado y el fruto de sus tierras eran, sin excepción, botín de guerra. Las ciudades y haciendas ocupadas por la soldadesca, mostraban a menudo escenas del más desesperado saqueo entre los partidos litigantes, de tal manera que en dos o tres años, la ruina y devasta– ción usurparon el lugar donde anteriormente podía encontrarse todo lo necesario para atender la comodidad y el lujo de sus malhadados habitantes. Con el pecÚliar desenfreno producido por la amarga hos– tilidad inspirada en la guerra civil, los más escogidos productos y las mejores obras de arte eran implacablemente arrebatados a sus due– ños. Cuando la ciudad de Roma fue conquistada, saqueada y escla– vizada, no presentó huellas tan brutales de ignorancia y crueldad.

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