Relaciones de viajeros
428 ESTUARDO NUÑEZ meros que nos habían ofrecido en Huacho, y, con la misma rapidez que lo hice allá, rehusé recibirlos. Desde entonces he considerado mi conducta en estas ocasiones, al igual que en otras posteriores, como lindando en la temeridad, y todos los que no estaban familia– rizados con la necesidad de tal proceder, podrían considerarla como altamente presuntuoso de mi parte. Mi experiencia, sin embargo, me ha enseñado que sólo por estos medios podría haber proseguido en mi misión, sin haberme expuesto a las más serias dificultades. El Gobernador de Barranca insistió, al principio, en que no habían otros caballos, pero después de alguna dilación los consiguió mejores, y, tarde en la mañana, continuamos nuestro viaje, recibiendo al partir el más renovado agradecimiento y mejores deseos de nuestra dueña de casa. Estábamos contentos de dejar Barranca, cuando nos dimos cuenta que, en vez de ir por la arena de la costa, nuestro camino se dirigía al interior, hacia las montañas. Encantado con la idea de gozar pronto del gran y magní– fico panorama de los Andes, nuestro ánimo recibió un nuevo impulso. Cruzando el ancho y rápido río de Barranca, seguimos nuestro viaj e a través de un angosto valle bordeado a cada lado por un ondulado desierto del cual surgían visiblemente, aquí y allá, grandes masas de rocas oscuras y negras. El valle en sí estaba inundado en su mayor parte por el desborde del río. Sólo había una parte cul– tivada que estaba cubierta con caña brava y grandes matorrales y, en muchos lugares, formaban una ramada en nuestro angosto cami– no. A las 11 de la mañana llegamos al pequeño y lindo pueblo de Pativilca, donde nos recibió el viejo Gobernador, con la etiqueta y urbanidad propias del caballero que había visto mejores tiempos. Las oficinas de gobernación de estos pequeños lugares no se preo– cupaban de hacer mej ora alguna a sus pueblos, cualesquiera que fue– ran sus necesidades, ya que no había ni salarios ni emolumentos asignados para ello. Por el contrario, generalmente, el Gobernador se atraía el odio de la mayoría de los ciudadanos sobre los cuales, por exigencias del Estado, se veía obligado a ejercer la más opre– siva autoridad descuidando las leyes y derechos civiles, con grave perjuicio para el país. Los oficiales del Ejército pasaban constantemente de un lado a otro con pasaportes del Capitán General, recomendándolos para ser bien recibidos por los gobernadores del lugar , y al pobre Goberna– dor no le quedaba otra alternativa que hospedarlos donde algún ciudadano, si él no podía hacerse cargo de ellos. Al poco tiempo, quizás, alejó a sus mejores amigos con imposiciones de esta natu-
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