Relaciones de viajeros

430 ESTUARDO NU&EZ nos hubiera impedido seguir viaje, a no ser por las condiciones en que se hallaban los caballos. El pueblo consistía en una docena de pequeñas chozas de caña. El Gobernador de quien todo dependía, el "primer Alcalde" y el res– to del pueblo eran todos indios, muy pobres y sucios. Desde aquí y mirando hacia abajo, las rocas y cerros habían ganado terreno al valle hasta convertirlo en un estrecho espacio a orillas del riachue– lo, el cual corría sobre su profundo lecho y a cuyos lados se per– cibían los primeros signos de vegetación. Ninguna indicación de vida animad~ llegaba a nuestra vista, con excepción de los escuá– lidos habitantes que parecían miramos con silenciosa apatía; y el perfil de los Andes, que se presentaba ahora resaltando vigorosa– mente, era el único objeto que el cansado y aburrido viajero podía contemplar sin causarle ninguna desilusión. No habíamos tenido sino una comida al día y bien se podría imaginar nuestra decepción, cuando, después de generosas promesas del "Alcalde" de que podría proveemos de alimentos, no puso delan– te de nosotros sino raíces cocidas de mandioca. Dotados de salud y buen apetito, podríamos indigestamos con tan frugal comida, y des– pués de preguntar en vano por pan y carne, nos resignamos en la mejor forma que pudimos. El "Alcalde" no tenía cama ni mesa ni asiento alguno. Los únicos artículos que tenía, eran dos útiles de cocina de fierro y dos pequeñas esteras para dormir que se encon• traban sobre el piso de tierra. Nuestro triste lugar para descansar nos pareció muy pobre, pero no nos sentimos menos insensibles a su apariencia cuando extendimos nuestros fatigados miembros; en la mañana nos levantamos sin haber descansado, regocijándonos con la luz de un nuevo día. El "Alcalde" fue fiel a su promesa de tener nuestros caballos listos y temprano. Eran unos animales lastimosamente miserables, de los cuales muy poco podríamos esperar y dudábamos de su re– sistencia para transportamos a Gulcan, el próximo lugar habitable en nuestra ruta. Fatigados, medio hambrientos y esperando aún peo– res sucesos, partimos contentos, llenos de paciencia y buen ánimo. Ni un arbusto ni una brizna de hierba se veía en parte alguna, so– bre la región que cruzábamos entre Huaracanga y Gulcan [¿Julcán? J. Los precipicios del camino aumentaban, y los cerros de arena y roca se habían convertido en montañas. A pocas millas de nosotros, y aparentemente casi a nuestros pies, las cadenas de montañas se elevaban sobre las cadenas de montañas, al principio con espacios a través de los cuales nuestro camino daba vueltas entre ellos, si_, guiendo su angosta senda. Con la distancia parecían unirse en una

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