Relaciones de viajeros
432 ESTUARDO NU&EZ terquedad del viejo indio. Yo no había recibido nada, excepto los caballos que, realmente, pertenecían al Gobierno; si él estuviera recibiendo ayuda del Estado, el asunto hubiera sido diferente y muy simple, pero desde el momento que había sacrificado una de sus cabras por mí, todo era más complicado. Su autoridad se ex– tendía sobre los habitantes que vivían en media docena de míseras chozas y él no recibía nada del Gobierno; yo no podía descubrir el misterio de haber declinado aceptar tal cantidad de dinero, suma que hubiera tentado la codicia de cualquier persona en mejor posi– ción que él. Nuestras reflexiones fueron, sin duda, interrumpidas por la rapidez del viaje; en la senda escarpada por la cual ascendíamos montaña tras montaña, nuestros caballos nos habían dado un servi– cio pobre y mísero a través de todo el recorrido, lo que no hubiera sido mucho mejor si hubiéramos andado por un mejor camino. En el lenguaje del caballero de divertida imaginación, recordé con rriucha satisfacción lo siguiente: "Aunque viajaban despacio, ellos iban rá– pido". Por este simple relato que se encuentra en su lectura, yo le debería pagar el justo tributo, esperando que me disculpe por ha– berme apropiado de su frase para esta narración. Comenzamos ahora la ascensión de los Andes, donde una escasa vegetación aparecía en algunos lugares por donde pasábamos . Nues– tro camino se acercaba, a veces, al curso del río que, ocasional y va– gamente, se veía en el precipicio en furioso recorrido. El sol se había escondido tras las montañas hacía algunas horas, y las sombras de la noche comenzaban a cercarnos cuando, bajo una gran montaña que se elevaba perpendicularmente sobre nuestras cabezas, nos acer– camos a un bello y romántico valle con abundancia de vegetación. Se llamaba Chancallain [¿Chancayán?]. Ahí encontramos a un cura, el único hombre blanco que habíamos visto desde que dejamos Pativilca. El pueblo no tenía más de una docena de habitantes y, salvo el cura, todos eran indios . Numerosos árboles de guayaba y naranja habían logrado un gran tamaño, y la madura y sabrosa fruta yacía abundantemente esparcida por la tierra. El Gobernador, un hombre joven con más desenvoltura y bue– nos modales de los que habíamos conocido hasta ahora, nos recibió cortesmente en su choza, donde no había sino una habitación sin muebles. Cuando le pedimos caballos y un guía, no nos respondió con el acostumbrado "no hay bestias", a lo cual ya estábamos fami– liarizados y, por lo tanto, era natural esperar tal respuesta; sin pretender que no podía proporcionarnos comida, nos invitó afable– mente a participar de la sopa y raíces de mandioca, tan pronto como
Made with FlippingBook
RkJQdWJsaXNoZXIy MjgwMjMx