Relaciones de viajeros
436 ESTUARDO NU&EZ el camino a veinte pasos adelante ni atrás, el cual estaba tan poco trillado que sólo podía seguirlo el ojo práctico del guía. Allí se veía el cóndor, muchos de ellos posados en algún peñasco sobresa– liente o cortando el aire majestuosamente en torno de los picos es– condidos en las nubes. Por la tardecita llegamos cerca de la cumbre de la cordillera, y por una distancia considerable caminamos por una loma de suave ascenso. Allí vimos por primera vez la vicuña, animal que se parece mucho a la oveja, con lana de gran finura y de color rojizo. Muchísimas había desparramadas por aquellos llanos y lade– ras en manadas de cinco a diez cada una, y cuando acontecía estar cerca de nuestro paso, casi nunca se retiraban al acercarnos. Conforme nos aproximábamos a la Punta, observábamos que aun– que la estación del calor estaba tan avanzada, algunos lunares de nieve y hielo habían reemplazado a las flores y herbaje que dejába– mos atrás, y que las escenas de primavera que habíamos visto por la mañana y al medio día, se habían convertido en el mustio ceño del invierno. El sol, despejado de nubes, iba ya hundiéndose en el horizonte occidental, cuando llegamos a la Punta, o pico más alto de la negra cordillera. Aquí nos asaltó de repente una escena propia para lle– nar de asombro y deleite a Ja enajenada imaginación. Un valle de algunos millares de pies de profundidad y una o dos leguas de ancho, mediaba entre nosotros y los siempre nevados Andes. En frente de nosotros, a derecha e izquierda hasta donde podía alcanzar la vista, todo era masas de enormes montañas, que reflejaban los últimos rayos del sol que se iba sepultando. No hay palabras con qué descri– bir, ni imaginación que pueda concebir la magnificencia y esplendor de este hermoso e interminable espectáculo. Yo no puedo expresar mis afectos predominantes a la sazón de ningún modo mejor que diciendo con el poeta "levanté la vista desde la naturaleza a la na– turaleza de Dios". Una agigantada ciudad tachonada de torres de pulimentada plata y de cúpulas de bruñido oro, daría una peque– ña idea del grande y reluciente esplendor de los Andes conforme nos parecieron a nosotros desde la Punta. La vista vagaba desde el alumbrado pico hasta los profundos valles, donde caían de soslayo los rayos del sol, y sólo se veía la nieve por entre la espesa sombra de las montañas; y de allí tornaba a mirar otros picos y luego otros valles en infinita variedad. Nosotros sentimos aquí lo que todos los pasajeros experimen– tan, un fuerte dolor de cabeza y gran dificultad en la respiración; y se vio tan afectado mi compañero Mr. H. que cualquiera alterna– tiva parecía preferible a continuar el camino, aunque era poco me-
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