Relaciones de viajeros

212 • ESTUARDO NU&EZ nuestra proximidad habían venido desde Puerto Balsa para recibir– los con una provisión de chicha hecha de yuca masticada. Tan pronto como armamos nuestra carpa y depositamos las cargas, los indios recruzaron el río precedidos por flautas de pan y una clase de pífano (*) hecho del fémur de algún animal. El día 12 encontramos nuevamente al Cachi-yaco el que vadea– mos dos veces por donde era profundo hasta mojar mi chaqueta. Tenía cerca de diez yardas de ancho pero no era torrentoso. Tuvi– mos luego que cruzar algunas laderas pero no elevadas, en una de las cuales el señor Hinde tuvo que detenerse obligado por el cambio en el vadeo luego de descender la escalera, lo cual le originó un calambre. Llegamos a Puerto Balsa cerca de las once a.m. Vale– ra se había adelantado a nosotros, ansioso de ver a su familia. Le habíamos solicitado que informara al gobernador sobre nuestra lle gada y que le llevábamos comunicación. Pero al llegar nos ente– ramos que el gobernador había estado ausente una semana en via– je de pesca y que su regreso era incierto. Como no podíamos ob– tener los medios para continuar viaje durante su ausencia, me di– rigí inmediatamente al curaca, un indio elegido como jefe de por vida por los demás indios y confirmado por el gobernador y que es el próximo en autoridad al gobernador, para que despachara un "propio" mensajero, que informara al Gobernador de nuestra lle– gada y que teníamos pasaportes y cartas oficiales del Gobierno. El curaca presentó excusas por la demora que pudiera originarse en nuestra partida al asegurarnos que los indios, "eran los hijos de la obediencia" y que él no podía hacer nada sin órdenes del goberna– dor. El anciano era particularmente atento y parecía inclinado a hacer todo lo que estuviera en su poder. Valera había preparado a su llegada camas para nosotros, hechas de pequeños bambús en la pieza de una casa construida para un sacerdote pero que estaba desocupada, y consecuentemente tomamos posesión temporal de ella. Al anochecer caminamos hacia el embarcadero, que es el nom– bre que dan a los puertos de río. El cauce en el lugar que llegamos estaba dividido por mitad por un banco seco de arena en el cual habían embarrancado varios árboles grandes que venían arrastra– dos por crecientes y que estaban enterrados en parte. Entre este banco y las márgenes del río parecía sólo haber suficiente agua para las canoas. El pueblo no está inmediatamente sobre la márgen del río. Los ranchos aparecen construidos aisladamente con un espacio entre (*) Quena. N. del T.

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