Relaciones de viajeros
12 ESTUARDO NU~EZ Julio 29.- Formamos un grupo para ir a la cumbre del cerro llamado San Cristóbal, al norte de la ciudad. Aparte de la Sra. Maling, yo y los muchachos, nuestro grupo consistía de un mercader inglés, el Cónsul americano y un caballero que nos había acompañado desde Inglaterra. El cerro o montaña parece ser de sienita y fel– despato porfírico, y su altura se estima en 900 pies desde su base. Empezamos el ascenso bajo un sol ardiente y, caminando lenta– mente, llegamos a la cima en casi una hora. Cuando finalizamos nuestro fatigoso viaje, nos sentamos para deleitar nuestra vista con el magnífico paisaje delante nuestro, y que presentaba una combinación de aspectos interesantes, rara vez reunidos para la observación de un europeo. La ciudad de Lima se extendía como un mapa al pie de la montaña, y tuvimos la oportunidad de no– tar la regularidad de sus calles, interceptándose una a otra en ángulos rectos, las torres de sus numerosos conventos e iglesias elevándose por encima de otros objetos y los techos planos de las casas, que le daban, desde la elevación a la que estábamos, la apa– riencia de parcelas de jardín más que de casas. En esta región del globo no hay vientos fuertes, la agitación del aire nunca llega a más que una refrescante brisa, y la humedad no es más fuerte que el sereno; por tal razón, es costumbre para protegerlas de los ra– yos del sol, cubrir los techos planos de las casas con arena o tie– rra. Esta ciudad, aunque suficientemente interesante, por su ruinas se convierte en mucho más interesante cuando se les considera en conexión con la antigua historia del país. Era, antes de la época de Pizarro, la ciudad de los Reyes del Perú y habiendo sido fun– dada nuevamente por el conquistador español en 1584, asume una importancia primordial en la historia básica del país. A varias distancias, en los llanos situados alrededor de Lima, podríamos divi– sar los antiguos túmulos o montones de tierra, levantados por los peruanos, que servían indudablemente para las mismas razones que los cementerios encontrados entre los bárbaros de todas partes del globo antes que el avance de la civilización les enseñara a cons– truir para los muertos tumbas magníficas y artificiales. Hacia el este, a nuestra izquierda, yacían los Andes. Las montañas más altas conocidas del globo (con sólo la excepción de la del Hima– laya), las que, bajo un sol tropical, imparten a estas favorecidas regiones la refrescante tibieza del clima templado. El término An-
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