Relaciones de viajeros
316 ESTUARDO NUREZ de los árboles que parece se extendieran por toda la bahía, que -con las embarcaciones en miniatura y las alturas de San Lorenzo a la distancia- todavía se divisa, aunque más reducida; mientras en frente, la vista termina en lo que parece un portal de mármol o piedra, convirtiéndose en la entrada a una magnífica ciu– dad. Pero esta impresión es sólo momentánea: mientras uno se acerca a la portada, se ve que es sólo una tosca capa de barro, pintada en mala imitación de mármol; mientras que por una mi– rada a los muros y construcciones de la ciudad, uno se siente presa de desilusión frente el cuadro antes imaginado. Se dice que Lima es la ciudad más corrompida del continente, tanto, que en el camino se me informó que su sólo nombre es un símbolo de pecado. Mientras cruzábamos la portada, los ca– minos de la avenida exhibían algunas muestras del grado de mo– ral que ofrecían varios oficiales ebrios, y tres frailes domini– canos con la vestidura de su orden, en conversación muy familiar con personas algo equívocas; o quizás debiera decir, de inequívo– ca apariencia: muchos de los cuales, en alegre vestimenta, estaban haraganeando sin acompañantes en las bancas próximas. Rara vez he sentido una sorpresa tan grande, como al entrar a la primera calle después de pasar la portada. En vez de la "es– pléndida ciudad", de la que desde mi niñez había leído con tanta admiración, estuve tentado a imaginarme en Timbuctoo, y no pu– de evitar exclamar: ¡si esta es "la ciudad de los reyes" en qué de– cadencia está el poder! o: ¡cómo han sido engañados los incrédu– los! Casas de barro de un solo piso, con grandes puertas y venta– nas dejando a la vista la suciedad y la pobreza; habitadas sólo por negros y mulatos, amontonándose en ociosas medio desnudas mul– titudes por las puertas y esquinas, era todo lo que estaba a la vista. Por partes, sin embargo, la apariencia empezó a mejorar. Las casas eran más limpias y altas, donde se podía ver algo de civili– zación y comodidad si no elegancia. Pero, atin en las mejores ca– lles por las que pasamos, todo tenía una apariencia ruinosa y mise– rable; mientras que los balcones cubiertos que sobresalen del se– gundo piso, de arquitectura ordinaria y colores oscuros, dan un aire de melancolía a las calles. Después de dos o tres vueltas sobre una distancia de unos tres cuartos de milla, llegamos ante el Hotel Inglés que me habían recomendado en una calle cercana a la Plaza, o plaza pública. El Sr. Ra.dcliffe, hijo del cónsol americano, a quien había conocido
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