Relaciones de viajeros

328 ESTUARDO NU1'l:EZ vestían libreas azules y plata. Lo acompañaba un ayudante en el ca– rruaje y lo seguían inmediatamente detrás cuatro soldados de ca– ballería con lanzas y gallardetes peruanos. Había cuatro oficiales en el cortejo, dos a caballo y ·dos en un coche. Nos reconoció al pasar y al alcercarse el carruaje, le presentamos•por breves minu– tos nuestros respetos. No era tiempo para conversar, sin embargo, y sólo pude notar que su vestimenta era la misma que la que tuvo en la entrevista del palacio con el agregado de un sombrero ador– nado con plumas blancas y coronado con tres plumas de avestruz, una roja entre dos blancas, el arreglo de los colores nacionales. Para este momento la escena de los alrededores había alcanza– do el máximo interés en sus novedosas y variadas exhibiciones. Ade– más de doscientas calesas -el antiguo y pesado carruaje de uso co– mún- había dos carruajes ingleses, dos birlochos (barouches), dos calesines y unos cuantos vehículos extranjeros más. También se distinguía cabalgando a algunas damas escocesas o inglesas y unas cuantas damas españolas de apariencia y vestidos similares; mien– tras que otra muchedumbre de varones y mujeres, peruanos tanto españoles como indios, negros y negras, de todo color y en una in– acabable variedad de vestimentas, algunos a pie y otros sobre toda clase posible de animales, desde el más noble de los caballos hasta el más miserable de los burros, se extendía por miles a los alre– dedores. Era imposible que la vista no descubriera algunos espectá– culos burlescos. Tal era el que presentaba una negra que atrajo nuestra atención tanto como "Diana Vernon" misma: una mujer joven, gorda y baja con una fisonomía tan conspicuamente afri– cana -especialmente la boca y la nariz- como pudiera haberse encontrado y con una figura igualmente de esa procedencia, con una piel tan negra como el carbón y brillante como si acabara de emerger de un baño de aceite de coco en uno de sus bosques an– cestrales. Su vestido de muselina blanca estaba elaborado mante– niendo las líneas de la moda: bajo de cuello y hombros, con man– gas cortas, de las cuales emergían los brazos en toda su plenitud de negrura y redondez. Llevaba en su cabeza un sombrero de paja de Guayaquil, alto y cónico, cuyo estrecho borde levantado a todo su alrededor contrastaba fuertemente en su majestuosa y cónica for– ma con lo achatado de su cara y cabeza, en la misma forma que la blancura de su vestido contrastaba con el ébano puro de su piel. El animal que montaba era el arruinado esqueleto de un burro, con un trote cuando podía ser forzado a llevarlo, tan duro como el escabroso potro salvaje de América, y, montando según la cos-

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