Relaciones de viajeros
340 ESTUARDO NU~EZ Aquí y allá un peón o trabajador, con poncho y sombrero de copa alta, o un indio en el uniforme de soldado podían verse entremezclándose con el resto; mientras que en las arcadas cer– canas damas de todo rango en el impenetrable disfraz de la saya y manto se deslizaban fugazmente entre los ciudadanos de la po– blación blanca, quienes paseaban lentamente envueltos en in– mensas capas con un ángulo sobre el hombro y levantadas sobre la cara en forma tal, que sólo dejaban expuestos un par de pene– trantes ojos negros. El acontecimiento principal del día fue la visita que hicimos con el Sr. Prevost al Padre Arrieta, un monje de la iglesia y monasterio de San Francisco, el más austero y devoto del sacerdocio de Li– ma, y con una difundida reputación de sapiencia y piedad. Es ín– timo amigo del Sr. Tudor de quien le traje cartas personales, y había expresado al Sr. Prevost su deseo de verme en el monas– terio. El convento de San Francisco es el más extenso y en una época fue, y quizás lo sea todavía, el más rico de la ciudad. Es un inmenso y noble edificio situado al lado Norte de la ciudad, cerca al puente sobre el Rímac, ocupando y encerrando muchos acres de tierra. La entrada es por una capilla adyacente a la igle– sía principal, luego de la cual ingresamos a un espacioso claus· tro de hermosa arquitectura clásica en estuco blanco; el área es– tá llena de arbustos y árboles intercalados con hermosas flores y todo el ambiente refrescado por una fuente ubicada en el cen– tro. De este lugar varios y aquellos corredores conducen a otros claustros -del mismo acabado estilo que el primero e igualmen– te provistos de fuentes- y a una alejada y aislada parte del mo– nasterio donde vive el Padre Arrieta, en lo que se conoce como "Casa de Penitencia". Reinaba un silencio de muerte sobre todo el monasterio que ahora es -dada la falta de recursos de los cambiantes últimos años- algo más que una masa de desiertos y abandonados claus– tros escasamente ocupados por más de sesenta o setenta mon– jes, aunque originalmente contaba con algunos cientos. Transpor– tado casi instantáneamente del bullicio de la ciudad a esta total soledad, no viendo ser viviente alguno y escuchando sólo el eco de nuestros pasos nos internamos cada vez más en la tenebrosi– dad del abandonado edificio, vinieron a mi mente las asociaciones de mis primeras lecturas -la fuente principal de donde nosotros los americanos obtenemos nuestras ideas sobre sacerdotes, mon– jas, conventos y monasterios-, con tal fuerza que fui llevado
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