Relaciones de viajeros
RELACIONES DE VIAJEROS 341 al pasado por dos o tres siglos y me sentí semidispuesto a revivir algunos de los temores que conocí como niño al haber re– visado escondidamente un romance de Lewis y otros de la misma clase: disposición que, a la vista del primer objeto al salir de un corredor e ingresar a una pequeña pieza, no pude controlar: un franciscano descalzo en hábito gris de la orden, contemplando fijamente el cráneo que sostenía en su mano. En una segunda mira– da, sin embargo, noté que aunque el cráneo era genuino, el fraile era de madera colocado al estilo de la época en un pedestal de seis a ocho pies de alto, teniendo al lado opuesto otra imagen similar del mismo material y en la misma actitud pero con un libro abier– to en la mano. Estábamos frente a la morada del Padre: un simple y sen– cillo edificio de un solo piso sin ventana ni ninguna otra apertura salvo la de la puerta central. Mientras esperábamos por algunos minutos, golpeando ocasionalmente con un llamador metálico, a cuyo sonido sólo respondía del interior el desnudo eco, atrajo mi atención un espectáculo mucho más melancólico que el del cráneo que llamó primero mi atención -sólo una evidencia de la decadencia de la materia- se nos presentó en una "destrucción de la mente". Un maniático monje de la orden desper tado de sus interminables fantasías por la interrupción producida en la envol– vente quietud de muerte, se precipitó de una celda vecina en andrajosa vestimenta, con despeinado cabello y descuidada barba y luego de una sorprendida y fija mirada en respuesta a la pregunta si estaba el padre adentro, comenzó a caminar unos pasos hacia adelante y hacia atrás frente a la puerta por donde apareció, co– giendo las mangas de su hábito y murmurando palabras en forma incoherente e incomprensible. Un portero anciano abrió finalmente la puerta con la infor– mación de que su señor estaba en casa y que nos vería. Entramos primero a una enorme e imponente pero oscura habitación que luego resultó ser una especie de vestíbulo para una capilla que había directamente detrás de él, y por una pequeña puerta late– ral ingresamos a una pequeña salita. En uno de los lados había dos rústicos sofás cubiertos con toscas telas y dos almohadones fo– rrados en algodón rayado en rojo y blanco. Frente a uno de ellos, cerca a una ventana había una mesa cubierta de papeles, un volumen de St. Pierre, Estudios de la Naturaleza, en el original, abierto como si se estuviera leyendo y una carta incompleta en castellano, que luego nos enteramos era la respuesta a una que yo había traído de Río de Janeiro. Una media docena de anticua-
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