Relaciones de viajeros
54 ESTUARDO U!\lEZ Quilca, si se puede llamar ciudad a unas cuantas chozas forma– das por postes verticales, unidos con carrizo y hierbas secas. La totalidad de la población no excede de doscientas personas, pero hace sólo pocos años, era escasamente la mitad. El lugar debe exclusivamente su importancia por ser el puerto de Arequipa, una ciudad grande del interior, distante casi treinta leguas. En la ca– leta hay una Aduana, un Gobernador y un Capitán de Resguardo, lo cual quiere decir literalmente el Comandante de Aduana, pero en Quilca cumple a la vez las veces de Oficial de Recepción y Con– tralor de Aduana. De la línea señalada en bajamar considero que la marca se eleva hasta cinco o seis pies al acercarse a la costa, y más cuando uno desembarca en la playa. Lo que más llama la aten– ción es la arena blanca o polvo que cubre las cumbres de los ce– rros y da al paisaje la apariencia de una escena invernal después de una tormenta de nieve en latitudes nórdicas. Cuando caminá– bamos sobre la ladera del acantilado, que es una masa sólida de granito hacia el cercano valle de Quilca, alrededor de milla y media distante hacia el sur, examiné cuidadosamente esta arena o polvo y descubrí que era un polvo muy fino, desmenuzado al máximo y puse una cantidad en mi bolsillo para someterla a in– vestigación posterior. Es evidente que sobre el granito no hay n.ingún estrato de limo, en realidad ninguna clase de estrato de cuya descomposición pueda derivarse, por lo tanto estoy inclina– do a aceptar la opinión del señor Houston sobre haber sido depo– sitado en esta región por la erupción de un gran volcán cercano a Arequipa. Naturalmente la mente queda sorprendida ante tal cantidad de cenizas (ya que en algunos lugares observamos una sección de 10 pies de grueso) lanzada por el aire a una distancia de 100 millas pero se conocen varios hechos probados de natura– leza similar, y tengo en mi poder una botella con cenizas reco– gidas de la cubierta de una nave en uno de los puertos de las Barbados, cuando la erupción del Soufienne. En San Vicente, y a 80 millas de distancia hacia sotavento, a milla y media de la ca– leta; se encuentra la aldea de Quilca en un hermoso valle regado por una buena corriente; la población está situada sobre el lado norte y sus casas como las de la caleta están construidas de ta– blones y paja. Hay una pequeña Iglesia en el lugar, del mismo ma– terial, atendida por un padre tan tonto que ni siquiera podía dar– me el nombre de su predecesor que falleció hacía seis meses. Al curiosear por allí, encontramos cinco o seis niños aprendien– do a leer con su profesor, un hombre de mediana edad, de
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