Símbolos de la patria
158 GUSTAVO PONS MUZZO Cuando se dispuso, en 1823, que el batallón regresase a Chile, Alcedo pasó con él a Santiago, separándose a poco del setvicio. El canto llano era casi ignorado entre los monjes de Chile, y franciscanos, dominicanos y agustinos comprometieron a nuestro mú– sico para que les diese lecciones, a la vez que el Gobierno lo contrata– ba como director de las bandas militares. Cuarenta años pasó en la capital chilena nuestro compatriota, siendo en los veinte últimos Maestro de Capilla de la Catedral hasta 1864, en que el Gobierno del Perú lo hizo venir para cqnfiarle la di– rección y organización en Lima de un Conservatorio de Música, que no llegó a establecerse por la inestabilidad de nuestros hombres pú– blicos. Sin embargo, Alcedo, como Director General de las bandas militares, disfrutó hasta su muerte, acaecida en 1879, el sueldo de doscientos soles al mes. Muchos pasodobles, boleros, valses y canciones forman el reper– torio del maestro Alcedo, sobresaliendo, entre todo lo que compuso, su música sagrada. Alcedo fue también escritor, y testimonio de ello da su notable libro Filosofía de la música, impreso en Lima en 1869. SOBRE EL HIMNO DEL PERU Recibí ha pocos días, para la Biblioteca Nacional de mi cargo, los doce fascículos que componen la colección de 1903 de la España Mo– derna, publicación interesantísima que mi amigo Lázaro fundó en Madrid hace quince años y a la que continúa haciendo prestigiosa en América y España. Para mí es la primera entre todas ias publica– ciones de ese carácter que en castellano circulan en el mundo, así por el renombre de los escritores que en ella colaboran como por el mé– rito intrínseco de los artículos. Siento que hayan transcurrido meses desde que apareció en la España Moderna un notable trabajo, firmado por el muy distingui– do literato don Juan Pérez de Guzmán, historiando el Himno Nacio– nal de cada una de las Repúblicas Americanas. Acaso · este mi ar– tículo parezca a muchos fuera de oportunidad o cosa fiambre; pero tengo para mí que nunca es tarde para rectificar errores, y eii algu– nos de gravedad histórica ha incurrido el p"ijblicista español, no por malicia, sino por deficiencia de datos o falta de tiempo para refres– car la memoria releyendo algún compendio de historia del Perú. Empieza la parte de su artículo relativo al Perú reproduciendo el coro y las cuatro estrofas de La Torre Ugarte, que son las recono-
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