Fénix 17, 3-33

4 FENIX No había catálogos. (l) El lector llenaba de memoria una de las pape– letas puestas en la mesa del vigilante y la llevaba a la ancha reja colocada al centro en el lado derecho, detrás de la cual se reunían los tres o cuatro emplea– dos de este servicio. Al fondo del salón destacábase el escudo nacional con la inscripción que conmemoraba la reapertura de la Biblioteca bajo el gobierno del general Miguel Iglesias y bajo la dirección de Palma. De las paredes pendían retratos de personalidades nacionales y no sólo literarias pues estaba allí Pancho Fierro. Estos cuadros habían sido pintados en su mayor parte por Luis Astete; también estaban las efigies de Bartolomé Herrera y de Miguel del Carpio, obras cuyo autor era Francisco Laso. Una ley había decidido que sólo por acto del Congreso se agregaran nuevos retratos a la colección; y en virtud de ella ha– bíanse puesto los de Ricardo Palma y de Nicolás de Piérola. No pertenecía a la galería don Manuel González Prada. La impresión, en conjunto, de esta sala era de dignidad y de decoro, si bien el crecimiento paulatino del número de lectores a partir de 1884 la volvía sumamente estrecha pues no se hizo allí nunca ampliación alguna. Un cartel negaba la entrada a los menores de dieciseis años y obligaba a los menores de veintiuno a ceder el asiento a las personas mayores en los días de gran afluencia de público. Detrás de la reja empezaban las amplias salas de depósitos de libros, vacías al centro y con bellos estantes de cedro de color oscuro construídos en las paredes hasta arriba, con un segundo piso formando parte de la misma es– tructura de madera. La primera sala, de 150 pies de largo, 60 pies de ancho y 30 pies de alto, penetraba con mayor profundidad que el resto del edificio hacia el lado de la iglesia de San Pedro y había sido antes el refectorio de los jesuitas. Era llamada la sala Europa, 10 mismo que otra de menores dimensio– nes a la que se llegaba torciendo a la derecha. Seguía luego, en dirección a la calle Estudios, ya paralela al patio, la sala América donde estaban también los libros y folletos peruanos y finalmente, con ventanas a esa calle, una sala de periódicos peruanos encuadernados. En el centro de la sala América, como un arca sagrada, destacábase un pequeño estante circular de madera donde, bajo llave, habían sido reunidos los manuscritos y algunas preciosas joyas bibliográficas. El orden de los libros en todas las secciones era por tamaños, de acuerdo con su fecha de ingreso. Conocer su ubicación era privilegio reservado a la experiencia y al interés de empleados antiguos. Los escritorios del personal que no atendía a los lectores hallábanse re– partidos en cada una de estas tres grandes salas. Mi primer recuerdo de la Biblioteca Nacional se remonta a los años 1914 ó 1915. Quise ir a leer allí; pero fuí rechazado por no tener la edad mí– nima necesaria para ostentar ese privilegio. En conmemoración del episodio, dispuse que la primera sala de la nueva Biblioteca Nacional abierta al público en 1947 fuese la del Departamento de Niños. Obtuve de mi familia una carta de recomendación para el Director, que era don Luis Ulloa. Este, con gran bondad, dispuso que se me diera una mesa en su propio despacho. Allí conocí a José Carlos Mariátegui, contertulio habitual de Ulloa entonces. El episodio debe haber ocurrido durante las vacaciones del colegio, pues recuerdo haber concurrido a la Biblioteca durante las tardes. Cuan- l. Una de las primeras muestras de repercusión de la moderna técnica bibliote– caria en el Perú fué el articulo que Federico Villarreal publicó en la Revista de Ciencias en J 910 sobre el método de Dewey. Incluyó las tablas generales de clasificación para uno hasta cuatro dígitos y ejemplos sobre el empleo del sistema (Véase la biografía de Vi– llarreal por Arturo Alcalde Mongrut en la Colección Hambres del Perú, tomo XXXVI, Lima, 1967, p. 108). Fénix: Revista de la Biblioteca Nacional del Perú. N.17, 1967

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