Fénix 17, 3-33
8 FENIX II. EL INCENDIO DE LA BIBLIOTECA NACIONAL A comienzos de 1943, mi amigo Richard Pattee me consultó si me sería posible dirigir un curso de seminario de historia latinoamericana en la Escuela de Verano de la Universidad de Columbia en Nueva York. Acepté con gusto y gran parte de ese verano en el balneario de La Punta, lo dediqué a preparar fi– cheros de fuentes y materiales de consulta y a hacer el esquema de las distintas sesiones con el objeto de no verme dentro de las angustias que había experimen– tado al enseñar en inglés en Swarthmore College en 1941-42. Todo estaba listo para el viaje a mediados de junio y hasta mi pasaporte visado. Un lunes de mayo, al ir, a las ocho de la manaña, a mi clase de Historia del Derecho Peruano en la Universidad de San Marcos, me enteré que esa ma– drugada habíase producido un devastador incendio en la Biblioteca Nacional. Tiempo hacía que, a pesar de mis deseos, no visitaba ese lugar. En ese momento, la violencia de mis recuerdos y de mi amargura me hicieron preferir no ver convertido en ruinas aquel local que, aparte de su enorme significado para el país, era precisamente el lugar donde tantos años de mi juventud transcurrieron. Pocos días después falleció mi hermano Federico y, por razón de este duelo, no asistí a la reunión de la Comisión Pro-Reconstrucción de la Biblioteca Nacional nombrada por el gobierno después del incendio. Esta Comisión se dividió en varias sub-comisiones. Una de ellas, integrada por los doctores José Gálvez, Ho– noria Delgado, y Luis Alayza y Paz Soldán, hizo un estudio del posible origen del incendio y su dictamen constituyó luego un documento sensacional, pues descartó la posibilidad de que la causa del siniestro hubiese sido un corto-circuito y se inclinó a considerar como evidente su origen intencional. Otra de estas sub-comi– siones, presidida por el doctor Mariano Ignacio Prado, trabajó en lo que respecta a la ubicación del nuevo edificio y contribuyó, con mi asistencia, a que se de– cidiera mantenerlo en el antiguo local, ampliándolo hacia la Avenida Abancay y la calle Botica de San Pedro. Otras sub-comisiones recibieron el encargo de su– gerir fórmulas y directivas para la restauración del patrimonio perdido o de centralizar y estimular donativos en dinero. Hallábase enfermo en ese momento el Ministro de Educación, Dr. Lino Cornejo y la sesión plenaria de la Comisión fue presidida por el doctor Alfredo Solf y Muro, Ministro de Relaciones Exteriores, con quien había guardado siem– pre muy cordial relación durante el tiempo que él fuera Rector de la Universidad de San Marcos y yo Bibliotecario de ella. El doctor Solf, en mi ausencia y sin previo aviso a nadie, me propuso como Secretario. Con esta investidura, de la que me enteré en la noche, me fué forzoso ir a la mañana siguiente al local de la Biblioteca Nacional. Nunca había visto en mi vida espectáculo tan impresio– nante. Parecía lugar bombardeado. Gruesas paredes desnudas sobre las que se sostenían algunas vigas calcinadas y que, a medias, protegían escombros llenos de lodo era lo que había en lugar de las apacibles salas América, Europa y Pe– riódicos Peruanos, con sus bellas estanterías y sus anchos pasadizos; y en vez del depósito de publicaciones recientes, en el suelo, yacían en confusión papeles y restos de anaqueles, muebles, pisos y techos. El fuego, al consumir los pisos, al poner en descubierto la tierra del suelo y al ocasionar el desplome de habitacio– nes enteras, habíase unido en monstruosa alianza con el agua para la destrucción de impresos y manuscritos preciosos que yacían empapados y en desorden, aca– bándose de malograr en la intemperie. Había en el aire un fétido olor de papel quemado y de humedad. En la angustia de dominar el fuego se había prodigado, a veces innecesariamente, el agua en lugares donde podía observarse escombros humeantes. Más tarde encontramos, por ejemplo el libro manuscrito con el dia- Fénix: Revista de la Biblioteca Nacional del Perú. N.17, 1967
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