Fénix 17, 3-33
10 FENIX diplomáticas en el extranjero en relación con la solicitación de los donativos en libros de los países amigos, directivas que luego resultaron de bastante utilidad. A principios de junio el Presidente Manuel Prado consideró pertinente subrogar al señor Romero y me llamó para ofrecerme el cargo. Por cierto que no lo deseaba. Tenía en mis manos el pasaje a Nueva York, la perspectiva de un curso en una gran Universidad y del cual (por aviso de amigos norteamericanos) podía resultar un nombramiento estable y cómodo en Estados Unidos. El cercano caso de mi hermano Federico, fallecido prematura– mente, como funcionario público, después de duras batallas, incesantes trabajos y magra compensación económica, me parecía una admonición. Levantar la tercera Biblioteca Nacional se me figuraba tarea sobrehumana. Era empresa mucho más dura que la de Ricardo Palma pues éste, aparte de su gloria única, había contado, en medio de todo, con un edificio, un personal mínimo y una parte de la antigua colección salvada o susceptible de ser recuperada. En 1943 el nuevo bibliotecario se habría de encontrar sin el mágico prestigio de Palma, sin libros, sin edificio y (si quería una reforma efectiva) sin personal. La situación del mundo entero, en medio de una guerra devastadora, no era propicia. Las circunstancias mismas del incendio estaban bien lejos de ser un estímulo para la cooperación interna– cional y nacional. Me negué una y otra vez, enseñando credenciales y pruebas acerca de mi compromiso ya contraído y fundamentando con la mayor franqueza posible mis otras razones. El Presidente Prado insistió, sin embargo, e invocó el nombre del Perú. Ante la calidad de su argumento y la reiteración de él, pedí veinte y cuatro horas para reflexionar. Y al cabo de ellas me pareció que hubiese sido una traición a la razón de ser de mi vida si persistía en la negativa. No había pedido el cargo, ni lo había siquiera deseado; pero no me era dable rechazarlo si se insistía en confiánnelo y si se convenía en ciertas condiciones básicas. La tesis del incendio intencional ganó, por un tiempo, gran boga en ciertos círculos y corrillos. En algunos, extrañamente, fue silenciada o mitigada inmediatamente después de mi nombramiento. Otros siguieron enarbolándola. De la atenta lectura del informe redactado por los miembros de la Comisión de reconstrucción José Gálvez, Honorio Delgado y Luis Alayza y Paz Soldán (22 de junio de 1943) deduje que lo allí afirmado era, cierto en lo esencial. Declaré en ese sentido en la información que abrió el juez doctor Pedro Gazats. Me pa– recía que, habiendo estallado el incendio en la madrugada del lunes o, a más tardar en la noche de domingo, no podía ser atribuible al descuido de un lector o de un empleado, pues la Biblioteca se cerraba para el público a la 1 p. m. los días sábados. Las largas distancias recorridas por las llamas, la violencia de su acción horizontal y orientada hacia las colecciones más valiosas y el volumen de la destrucción consumada en la mañana del lunes, hacían pensar que la causal no podía ser un desperfecto en los servicios eléctricos, necesariamente aislado o localizado. Dicen expertos en siniestros que no se ha dado el caso de incendios tan vastos y tan devastadores por obra de un alambre viejo o de una lámpara descompuesta que habrían sido, en ese caso, precisamente los agentes propagadores del daño; y además en un día de fiesta era de suponer que las instalaciones del alumbrado hubiesen estado desconectadas. Puede no ser vero– símil esta teoría; pero lo que sí es exacto es que, en contraste con la facilidad con que se quema un papel, es muy difícil quemar un libro y dificilísimo que se quemen miles de libros guardados en estanterías separadas en muchas habitacio– nes muy amplias. Por otra parte, la teoría de la intervención humana parece algo tan ho– rrendo que sólo tratándose de mentes enfermas o frenéticas resulta imaginable. i, Quién podía ser capaz de cometer el crimen nefando de destruirle al Perú su Fénix: Revista de la Biblioteca Nacional del Perú. N.17, 1967
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