Fénix 2, 188-231
Capellán y mayordomo del Arzobispo de La Plata, Fernando Arias Ugar- te (1623), Don Diego lo seguía Eirialmcnte cuando este era transferido a la populosa metrópoli del Virreinato, a la Ciudad de los Reyes. Y en Lima, después que los hijos mayores habían vuelto a España, desde donde Juan Ro- dríguez pasaba luego a México '" aquí, al lado del viejo preste, implacable- mente vigilado por los inquisidores, junto al fiel mayordomo del Arzobispo, quedaban los dos hijos menores, que lo rodeaban de cuidados, consolaban su soledad eclesiástica y le daban las más dulces satisfacciones: Diego con sus éxitos en el mundo; Catalina, dos veces viuda, con su tierna atención, y el uno y el otro con el tropel riente de los nietecillos. A través de cada uno de los documentos aparece una estrechísima unión familiar, una confianza recíproca e ilimitada. Las transacciones económicas se hacían "sin otra escritura'' que la satisfacción concorde y la mutua y de- vota armonía de parientes "tan poco interesados", y que siempre vivieron "tan hermanos" uno del otro ". De reflejo, es forzoso meditar en la congoja y la angustia con que nues- tro Don Diego tuvo que advertir las asechanzas contra la libertad y la vida misma de su viejo progenitor: del padre que, pocos años después, en el mo- mento solemne de testar, le aseguraba a él y a su hija Catalina la libre dis- ponibilidad de sus pocos bienes temporales, lo nombraba ejecutor sin obliga- ción de rendir cuentas y le recomendaba cuidar de su hermana y de las sobri- nitas, "pues se halla (Diego) en esta ciudad y sabe que a la dicha su herma- na no le queda otro amparo de deudos ni parientes de consanguinidad en este reino". El círculo de los afectos recíprocos era en aquella familia completo y ejemplar. A la hija Catalina, probablemente en ocasibn de alguno de sus dos matrimonios, Diego López había hecho una asignación extraordinaria de mil pesos, y de "un negro llamado Lucas que me servía". Lo hizo, escribe, para equipararla a sus hermanos, en cuya educación había gastado sumas más importantes (singular escrúpulo, repetido en el testamento del hijo Die- go, de ma~ t ene runa absoluta equidad entre varones y mujeres, entre el pri- mogénito y los segundones) y porque, "por su virtud y amor con que me ha obedecido, siempre la he querido, y quiero entrañablernenfe". La apasionada ternura de la frase que se le ha escapado iba turbado quizás a Diego López? Cierto es que en un inciso lleno de delicadeza paternal, sin negar la prefe- rencia, cuida de eliminar toda sospecha de celos: "de que se han holgado mu- cho sus hermanos". Todo un cuadro de suave intimidad doméstica se nos 55 Antonio regresaba a España en 1622, Juan Rodríguez, ya sacerd,ute en 1615 y ya entonces en Lima (v. el testamento dr Hernán Lopez, timo de su madre, ed. por MARTINEZ VILLADA, e. c., 482, 484), acompañaba a Europa a su hermano Diego en 1628, dirigién- dose después a México en 1632 (ciiando Diego regresaba a Lima), donde moría hacia el 1650 (ALTOLAGUIRRE y BONILLA, Infr. cit., 287, 289, 296; LEWIN, o. c., 27). Testamento de Diego de León Pinelo, pág. 2. Véase también el testamento de Ca- talina Esperanza, esposa de Don Diego López y madre de Diego de León Pinelo, ed. por MARTINEZ VILLADA, o. c., 466-469. Fénix: Revista de la Biblioteca Nacional del Perú. N.2, enero-junio 1945
Made with FlippingBook
RkJQdWJsaXNoZXIy MjgwMjMx