Fénix 45, 9-20
18 Así, debemos tener mínimamente cuidado cuando alguien nos ofrece aquello que supuestamente no tenemos. Porque sí lo tenemos y es necesario precisar si de lo que se trata es suplir o potenciar, reemplazar o incrementar, desplazar o acompañar a la cultura que ya poseemos. Cultura es una cosa e instrucción es otra, y el desequilibrio creciente entre tradición oral y escritura tiene mayor relación con el propósito colonizador y uniformizante de la instrucción que con las posibilidades enriquecedoras de afianzar la cultura. En toda escritura subsiste una oralidad fundadora, de manera que su contacto no tendría por qué implicar supresión; por el contrario, la enunciación de la escritura podría revestirse de los atributos intraducibles de la oralidad: el gesto, los movimientos del cuerpo, la risa, el llanto, la mueca, la mirada, etc. Potenciar la oralidad no es una consideración programática o circunstancial: es una urgencia impostergable. Son los pueblos que la viven los que padecen el riesgo de morir con ella. No se trata de convertir en partitura los saberes o museizar el conocimiento, no se trata de congelar la gracia ni de fosilizar la cultura. Se trata de que los pueblos vivan y ejerzan el derecho de vivir con su lengua y sus decires. Por eso, el rescate de los saberes propios y su conversión colectiva en palabra escrita es en sí misma una metodología para potenciar las lecturas del texto y del contexto. La memoria se convierte en fortaleza, la recuperación en reivindicación, el redescubirse en reafirmarse y su práctica en una franca aplicación. No puede aceptarse lo que el libro reza como camisa de fuerza. Tampoco como ser inerte, como museo de cera. Al margen de la obra física, de los libros como tales, cuando la propuesta de las Bibliotecas Rurales y el Proyecto Enciclopedia Campesina ingresó en una etapa de evaluación para revisar aciertos y desaciertos y el camino a seguir recorriendo, los campesinos participantes del núcleo denominado Equipo Campesino de Investigaciones, arribaron a una conclusión irrebatible: «Hemos perdido el achichín». El achichín es la expresión del temor, de la vergüenza; cuando alguien de la ciudad llegaba a una comunidad o casa en el campo, el achichín se expresaba: «Maten cuyes, compren arroz, arréglense bonito para darles de comer a esos señores». Pero perdido el achichín, la reacción es otra: «Si nosotros somos dignos, nuestra comida también es digna: que coman lo que nosotros comemos. No tenemos de qué avergonzarnos». Son incontables los casos, como el que ocurrió en Paucapata: A la comunidad llegaron de bruces, en medio de una asamblea, el juez, el gobernador y dos policías de la provincia. Interrumpieron sin aviso previo. «Desde la próxima semana, ustedes empezarán a trabajar abriendo la carretera», dijeron. Los comuneros se preocuparon: «Son como 30 kilómetros, jefe, entre quebradas y peñas, ¿van a pagarnos por nuestro trabajo?» «No —dijeron—, ustedes están en la obligación de trabajar». Lo que los señores no estaban diciendo era que el juez tenía un camión y quería entrar a Paucapata para sacar a precio de miseria las papitas y los maíces. «Si no nos van a pagar, ¿nos irán a dar alimentos o por lo menos herramientas, señor?», preguntó la gente. «¡Nada —respondieron—, ya les hemos dicho que ustedes tienen la obligación por ley de trabajar en esto!». Entonces se levantó don Erasmo, el viejito bibliotecario rural de la comunidad: «Pido la palabra —dijo—. No se enojen, señores, pero nosotros no les vamos a hacer su carretera. Regresen tranquilos nomás a sus casas». Don Erasmo se levantó el poncho y en su mano en alto tenía un libro de la Constitución Política del Estado. «En este librito dice que ningún ciudadano peruano está obligado a trabajar forzadamente o sin remuneración alguna. Ustedes no mandan sobre esta ley ni sobre este pueblo». Los señores se fueron amenazando, diciendo que los indios estábamos alzados. Fénix: Revista de la Biblioteca Nacional del Perú. N.45, 2008
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