Fénix 45, 9-20

16 hacerse cargo de la Parroquia, donde se encontraron con un campesinado necesitado del bienestar que provoca la lectura. Conjugando sus experiencias de vida europea con el afán de ayudar a las humildes poblaciones, idearon un modelo de Bibliotecas Rurales que tendría la central en Bambamarca y cuyos puntos de servicio serían las propias casas de los campesinos. Así, sin locales ni remuneraciones, esta iniciativa se fue repitiendo y extendiéndose; hoy lleva treinta y cuatro años y sigue creciendo. En agosto de 1985, el Fondo San Martín llevó a la Pre-Conferencia de IFLA, en Chicago, una ponencia titulada «La Biblioteca Pública como parte de un acceso integrado al desarrollo», que describía la historia y realidad de las bibliotecas rurales de Cajamarca. En las conclusiones de dicha Pre-Conferencia se recomendó considerar como uno de los ejemplos la Red de Bibliotecas Rurales de Cajamarca. En octubre de 1985, se realizó el Seminario sobre Bibliotecas Públicas Rurales en América Latina y el Caribe, en el marco de lo aprobado en la Conferencia General de la UNESCO (22ª Sesión) y en los objetivos del Proyecto Principal de Educación. En la Declaración de Cajamarca, los países se comprometieron a reconocer el valor de estas experiencias y facilitar el acceso de la población rural a los servicios bibliotecarios. Hemos solicitado a Alfredo Mires, actual asesor ejecutivo de la Red de Bibliotecas Rurales de Cajamarca, la siguiente reflexión testimonial de esta invalorable experiencia: La Red de Bibliotecas Rurales acompaña el proceso de los campesinos cajamarquinos en su afán por agenciarse de información y datos para ir sabiendo. Folletos, recortes de periódicos y revistas, novelas varias van rotando de mano en mano y las ganas van ganando ganas: bajo cada sombrero se va derrotando la prepotencia que siempre incubó la palabra escrita. Una palana sirve para abrir surcos o para excavar sepulturas; el libro, depositario de la ajenidad agresora, otrora siempre en manos de quienes detentaban el poder, se va perfilando como otro pozo de donde ir bebiendo. Lo que fue usado para enyugar puede ahora ser usado para liberar. El libro entró a la historia de nuestros pueblos con alardes de prepotencia. La imagen de Atahualpa arrojando el libro que le alcanzaron aquella tarde del 16 de noviembre de 1532 es más que simbólica: no arrojaba el libro como tal, sino el mundo que se le imponía y representaba. Luego, la palabra escrita era ley, no importaba cuán injusta o inapropiada fuera. Un documento escrito certificaba que alguien podía ser dueño de la tierra donde los pueblos habían vivido desde milenios. La ajenidad agresora de la palabra escrita, del libro como depositario de saberes externos y privilegio de pudientes, empezó a trastocarse cuando los propios comuneros podían revertir las conquistas que les cernieron. Cuando una niña en los Andes aprende a hilar su primer ovillo, va hacia el río, se sienta en la orilla, hace una oración y ofrenda su obra arrojándola a la corriente. El río entonces le regala en reciprocidad la velocidad y la destreza, así será una hiladora diestra y capaz. Del mismo modo, muchos niños, jóvenes o mayorcitos de las comunidades donde se instalan las Bibliotecas Rurales van también a la orilla de los ríos a ofrendar su primera lectura: así podrán leer como el caudal que nada ni nadie detiene. Fogones, velorios, trabajos comunitarios y conversaciones personales volvían a ser los semilleros que garantizaban la transmisión de los saberes. Pero no para congelarlos, sino para recuperar en la vida personal y comunitaria, en la concepción y la práctica, toda aquella sabiduría que nos permitió siempre vivir en salud y armonía con la madre tierra, con el ánimo ancestral y con la generosa capacidad del trabajo agrícola. Considerados incapaces Fénix: Revista de la Biblioteca Nacional del Perú. N.45, 2008

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