Fénix 45, 9-20
17 de aportar al desarrollo de sus pueblos, los indígenas no solo carecían de libros, sino que les estaba condenada su ausencia: «Ustedes solo valen para trabajar la tierra —nos decían—, ustedes no han nacido para estudiar». Hoy miles de ejemplares sobre plantas, piedras, animales, bailes, vestimenta, herramientas, música, medicina, comida, mundo «sobrenatural», etc. son leídos y digeridos en cientos de comunidades cajamarquinas por miles de pobladores, canjeando el libro y conversando lo que cada quien, persona a persona o en colectivo, va aprendiendo y desaprendiendo. No fue fácil. Volver cansado y mal comido luego de las faenas del campo no daba tiempo para mucho más que tratar de descansar un poco. Tramontar la muralla del libro como bien inapropiado, frío conjunto de letras ajenas e inservibles, una suerte de baluarte de los que siempre mandaban, era poco más que un desafío para la población campesina. Pero había la necesidad y la demanda. Los libros podían estar ahí, en la propia casa. Y estaba la capacidad innata de la curiosidad y del amanse. En esta experiencia hubo de entenderse que no bastaba con contar con este instrumento de discernimiento que es el libro, sino poder amansarlo de acuerdo a nuestras necesidades: así como hemos adaptado el arado, como hemos enseñado al trigo, como hemos acondicionado la guitarra. Así se amansó a los toros, así se crió la cebada, así se recreó el arpa y se domeñó al caballo. A las páginas con que se abatió a los pueblos, los mismos pueblos las cultivan ahora para seguirse fortaleciendo. Esa fue una de las consignas: «Si podemos amansar a los toros bravos para que nos ayuden a arar la tierra, ¿cómo no vamos a enseñarle al libro para que nos cuente lo que sabe y nos apoye en nuestras marchas?». La palabra escrita, casi siempre ausente o enemiga de las poblaciones indígenas, empezó a ser criada y potenciada a través de la lectura colectiva, para aportar los conocimientos propios y para afirmar la identidad y dignidad de los pueblos. No para asimilarse, sino para recuperarse, para discernir y separar la paja del grano. No con la imposición que usa el sistema educativo oficial, sino como un acto de libertad, por la voluntad soberana de saberse creciendo. En medio de las hambres de los ninguneados, este esfuerzo significa más de lo que puede sospecharse para quienes ya nacen con un pan o un libro bajo el brazo. En la medida que los libros regresan al campo para completar el circuito, el resultado es también como mirarse en un espejo, viendo lo que se había contado: es ver nuestros propios nombres y nuestro mundo escrito en un elemento que siempre había sido intencionalmente negado. El ánimo de revivir y vigorizar tiene una razón más para verse remozado. La lectura se fue convirtiendo en un proceso comunitario de afirmación de la dignidad y la soberanía. Unos dicen 3 000 y otros que son unos 6 500 idiomas los que hoy se hablan en el mundo, pese al entusiasta genocidio «civilizador». Lo cierto es que siempre han sido muchos los paisajes que en el mundo han anidado y, entonces, muchas las maneras de enunciarlo. De estos miles deben ser unos 78 idiomas los que tienen una literatura activa, basada en algunos de los 106 alfabetos creados para que el decir sea escrito. Un cálculo simple nos dice que las voces tienen una fiereza que la escritura no ha alcanzado a equiparar. Si las primeras manifestaciones escritas datan de 3500 años a. C., la llamada oralidad abarca tranquilamente un período veinte veces mayor; la diferencia se agranda si tomamos como referencia la invención de la tipografía en 1440, y se acentúa si nos referimos a la llamada «revolución informática». Fénix: Revista de la Biblioteca Nacional del Perú. N.45, 2008
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