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PRONTUARIO DEL CURSO DE CLASIFICACION 2: 1. HISTORIA DE LA CLASIFICACION BIBLIOTECARIA Es de notar, desde luego, que la clasificación de los textos escritos tiene lugar muy después de planteados los esquemas teóricos mencionados antes, pues la producción manuscrita de los primeros tiempos de la cultura apenas re- clamaba una más o menos rudimentaria técnica conservadora. Sin embargo, Goma se sabe, en el Museo Británico todavía pueden apreciarse algunos miles de tabletas de arcilla cocida halladas entre las ruinas del que se supone palacio del rey Sargón 11, más tarde de Asurbanipal, en Nínive, que formaron una fa- mosa biblioteca del Oriente remoto, así como según el testimonio del historia- dor griego Diodoro Sículo (s.1. a.J.C.), existió en Egipto una colección denomi- nada por el rey Oximandias Medicina del alma, nombre atribuído al faraón Ramsés el Grande. Tampoco se ignoran las renombradas bibliotecas griegas de Alejandría y de Pérgamo, especialmente la primera, creada por Tolomeo Sóter c.323-c.285 a.J.C.) a iniciativa del polígrafo Demetrio de Falera (348-282 a. J.C.), discípulo de Teofrasto, e incrementada por su hijo Tolomeo Filadelfo (283-247 a.J.C.) hasta formar una colección de más o menos 700,000 textos, cu- yos catálogos, que fueron confeccionados por bibliotecarios ilustres -las prime- as biobibliografías de los autores antiguos-, constituyeron la fuente más pre- ciosa de la historia de la literatura y de la filosofía clásica. De las bibliotecas romanas se recuerdan, por su fama, la Palatina, instalada por Augusto próxima al templo de Apolo y las numerosas de propiedad privada, entre las cuales fué notable la de Lucio Pisón Cesonino, en Herculano, donde se descubrieron papiros con textos del filósofo Filodemo de Gadara (s.I.a.J.C.), de la escuela de Epicuro. Al producirse las invasiones bárbaras, durante los siglos V y VI especialmente, el fenómeno acaso más característico -según el testimonio his- tórico- es el de la destrucción, dispersión, saqueo o incendio de las biblio- tecas más valiosas y famosas. Si ahora podemos conocer y leer una parte -no se sabe cuál- de aquellos textos grecolatinos y orientales, y si ha sido posible disponer de las fuentes más importantes de aquellas culturas, se debe, sin duda, al monje San Benito (s. XI), del Monasterio de Montecassino, cuya Orden prescribía a sus frailes la obligación de copiar manuscritos, no se sabe si con un mero designio caligráfico. Merced a esta actividad, que se propa- gara luego a muchos monasterios y que cobró el rango de una profesión téc- nico-erudita, se fundaron las insignes bibliotecas de textos manuscritos que hicieron de la Iglesia medieval el mayor foco de la cultura a cuya luz aún puede y debe estudiar el filósofo, el sociólogo, el jurista, el filólogo, el hombre de ciencia, el artista, el literato, el historiador o el bibliógrafo del presente. Baste mencionar las colecciones de tales manuscritos que se conservan en los monasterios de Reichenau, en Alemania; de Santo Domingo de Silos, San Mi- Ilán de la Cogulla, San Pedro de Cardeña, Albelda, Sahagún, Ripoll, Távara, y otros, en España; de Corbia, Luxell y Tours, en Francia; de la Cava y Mcn- tecassino, en Italia, o de San Gall, en Suiza. Fénix: Revista de la Biblioteca Nacional del Perú. N.9, 1953

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