La expedición libertadora

377 llegado a Valparaíso cuando hicieron salir precipitadamente de Santiago al jefe del estado mayor del ejército expedicionario y al benemérito coronel del regimiento de Burgos, que de resultas de la acción de Maipo se hallaba manco y enfermo de gravedad. Tal es la disposición decidida del supremo gobierno de la nación chi– lena a que el canje se efectuase, tal en sinceridad y buena fe, tales los deseos eficaces con que anhelan aliviar los males de la guerra; y tal la conformidad que guardan con la honradez de nuestro jefe que descansando en sus propuestas, había alistado una fragata pa– ra que condujese a Valparaíso todos los prisioneros y confinados de aquel reino. No nos entremeteremos en calificar las razones que tendrá el virrey del Perú para no guardar con los mandatarios de Chile las consideraciones que desean. Sólo sí diremos que si acaso las guardase, reconocería en ley escritos por legítimo un gobierno destructor del orden y la paz, y que él mismo trata de aniquilar con las armas. Es cierto que volvieron a Lima los diez mil pesos que nuestro magnánimo virrey, cediendo a los impulsos de su corazón sensibie había entregado al comisionado Blanco para que socorriese en Chile a nuestros valientes militares sacrificados por la injusti– cia de la fortuna a la venganza de nuestros enemigos. Pero no es menos cierto que sólo quedó por ellos el que se inutilizara tan generoso pensamiento. Blanco creyó con justicia que una simple carta de Balcar~e no era documento suficiente para cubrir su res– ponsabilidad. Ni ¿a qué fin había de dejar los diez mil pesos en Chile, cuando le aseguraban los jefes que no había quedado allí ningún prisionero del ejército del rey? Además de ésto ¿podía el comisionado creer que esta suma sería repartida entre aquellos mi– serables para quienes iba destinada, cuando esta repartición depen– día de un gobierno que le <lió a conocer su mala fe en lo ocurrido con el canje y en otros varios incidentes? ¿Podía por último contar con la seguridad del dinero quien apenas contaba con su seguridad per– sonal? Pero en nada proceden con más descaro los chilenos que en ponderar la dulzura y humanidad de sus jefes. ¿Se atreverán éstos a negar, y mucho menos a justificar el hecho escandaloso de haber lle– vado a la casa de Blanco el intendente don Miguel Barroeta pálido y extenuado después de haberle conducido con grillos por las calles? ¿Podrán negar tampoco los crueles asesinatos de Esponda y Calvo, en los cuales intervinieron circunstancias tan atroces que Ja religión y humanidad se resienten aún de referirlos? Más para qué empe– ñarnos nosotros en una enumeración prolija de los sucesos de esta clase si ellos no hacen más que ir consiguientes con sus prácticas

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