La expedición libertadora

71 sufre y el poco fruto de sus fatigas anteriores, todo conspira á infundirle temor y desaliento y en cada paso que se le obliga á dar nuevamente sobre el enemigo ve un funesto presagio rodeado de inminentes peligros. Esta es la verdadera impresión que deja en la tropa un contraste, y la que muchas veces se propaga aun en Jos oficiales más aguerridos. De aquí es que Federico 11 enseñaba á sus oficiales aprovechasen en la victoria el entusiasmo que el vencimiento imprime en Jos soldados, antes que llegase á sus oídos el clamor de los que quedaban en el campo, 6 que el enemigo vol– viese del pavor en que se sepulta después de ser vencido. Esta máxima se apoya en la fuerza moral del corazón humano cuyo valor se mide siempre en razón directa del desprecio con que se propone á su rival. Bajo aquel punto de vista debe considerarse al ejército auxi– liar del Perú después de cuatro derrotas consecutivas en una cam– paña de seis años en que ha luchado sin provecho con los enemi– gos, con la aspereza de los caminos, con el rigor del clima, con ias costumbres y preocupaciones de los naturales. Desde el punto en que se pretende avanzar el campo, comien– za á obrar el terror, el soldado obedece con zozobra y el poder moral del ejército pierde su vigor por los mismos grados que crece el de los enemigos. Por más que se exagere la preponde– rancia de nuestras armas, las tropas no pueden olvidar una ca– dena de sucesos funestqs y este recuerdo la sigue como una som· bra en cada una de sus acciones. Toda otra conjetura sería pura– mente alegre pero infundada en la experiencia, en la naturaleza. A esta circunstancia se une la indisciplina en que haya sido siempre el ejército auxiliar del Perú, Ja falta de unidad en los je– fes, la desopinión que arrastra un general batido, y el largo tiem· po que es forzoso emplear para organizar una fuerza ventajosa· mente, y avanzar con alguna probabilidad de Ja victoria. El desa– liento en que se han sumergido los pueblos del Perú por Ja repe· tición de los golpes no puede tampoco ofrecer un apoyo firme con– tra los enemigos; y sería una temeridad criminal emprender nue· vamente sobre las provincias del alto Perú con la esperanza de socorros quiméricos y probabilidades semejantes á las que nos l1an consolado antes de las batallas del Desaguadero, Vilcapugio, Ayouma y Sipe-Sipe. Sin un ejército de ocho mil hombres de linea de buena disci– plina, con ingenieros, artillería y regulares oficiales no debe em– prenderse de frente contra el ejército de Lima sin correr el riesgo de perder para siempre Ja libertad del país.

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