Fénix 48, 161-178

163 F énix . R evista de la B iblioteca N acional del P erú , N.48, 2020 cientemente fuertes para permanecer con vida por un tiempo prolongado. Se buscaba que la belleza y brevedad de su vida sean el homenaje a la también corta vida del bello Adonis. Sócrates va a comparar ese jardín con el texto, donde el escritor ha plantado sus palabras-semillas y el lector debe germinarlas. El problema que se plantea aquí es la capacidad que tiene el lector para que su experiencia de lectura sea un jardín adecuado donde las palabras del escritor puedan renacer. ¿Cómo podría, el lector, darles nueva- mente vida a las petrificadas palabras del escritor? ¿Podría ser que la única oportunidad que la escritura tiene para presentar esa vida en cuanto viva, aún no extinta, dependa de una suerte de reanimación que solo podría darse a través de nuestra propia lectura? ¿La lectura, con todos sus riesgos, podría ser nuestra única esperanza? ¿Y si fuera así, qué sucedería si el lector tiene alguna pregunta y, como sucede habitualmente, no tiene al escritor para resolverla? Nuestra propuesta es que la lectura le brinda al texto la respiración que un orga- nismo vivo necesita. Un mismo libro leído por diferentes personas e incluso por la misma persona en distintas etapas o momentos de su vida representa una novedad, representa cada vez un nuevo enigma y una nueva revelación. La literatura, un solo libro, uno solo, es inagotable. Cuando leemos, el libro ya no es más un ente inco- municado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. «Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída» (Borges citado por Chartier, 2008, p. 40). Cuando leemos, cierto, nos enfrentamos a palabras que en su forma no cambian, son estáticas, no mudan con el tiempo, pero eso no significa que para nosotros sigan siendo las mismas. Si bien es cierto, a veces parecen fantasmas de antiguos seres milenarios, un lector tiene la posibilidad de traer a la vida a esos espectros. Debemos, recordando a Quevedo, aprender a escuchar a los muertos con los ojos. «La palabra, el logos, es nada sin el Eros» (Han, 2014, p. 78). La seducción de la que se sirve el autor para sumergirnos en los linderos de sus palabras se volvería nada si ante esta el lector no responde con el Eros de su mirada. Ante las preguntas que surgen cuando leemos, este asombro, este espanto — thaumazein como decían los griegos—, en el momento de la perplejidad, el lector ofrece su propia vida. Su alma, su aliento, les da vida por medio de su voz para que el alma de las propias palabras vuelva. El silencio, la paciencia y el tiempo son nece- sarios. La lectura es la única esperanza que tenemos de alcanzar alguna comprensión que la historia ya fue, desde hace mucho tiempo, moldeando quiénes somos. Pero, al final, ¿qué significa ser un lector? ¿En qué pensamos cuando alguien nos dice que «es un lector»? Leer es un tér- mino que se usa muchísimo y en muchos contextos. Leemos un cuadro, leemos las miradas, leemos un partido de fútbol y hasta las computadoras tienen «lectores» de DVD o «lectores» de memoria; también dicen que leemos el cielo para interpretar el tiempo, leemos los gestos de las personas que nos rodean, etc. En todo caso, parece que usamos la palabra lectura como equivalente a interpretar y comprender ¿Enton- Juan José Magán Joaquín

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